A continuación algunos textos sobre la obra publicados en diferentes medios.
Las sutiles transgresiones de Pedro Ruiz
William Ospina
Yo dormía a veces en una casa de la rue de Bièvre, donde seis siglos atrás Dante había escrito La Divina Comedia. Sabíamos que Dante vivió en esa calle estrecha y curva que, de pronto, en el extremo se abre al espectáculo maravilloso de la catedral de Notre Dame, una inmensa caverna mística al otro lado del río. Era un callejón medieval con catedral gótica y, en nuestro capricho, decidimos que era precisamente en esa casa donde Dante había escrito en el exilio una parte de su poema. “Dolce color d’oriental zaffiro”, exclamábamos al amanecer.
Pero no era mi casa: era la casa de Pedro y Clarisa y Mauricio; yo era uno de los vestigios de la fiesta de la noche anterior. Allí estaba a menudo Margarita Contreras, quien ahora nos espera, sonriendo igual, por los prados del Paraíso, y fue allí donde vi por primera vez las obras de Pedro Ruiz. Después, la vida, que es generosa, me ha permitido ver año tras año cómo brotan de sus manos los espacios fantásticos, y tengo la certeza de haber visto desde el comienzo que allí no había un hombre sino un mundo.
Él es jaguares y palmeras, canoas y capiteles corintios, bellas mujeres etéreas y muchachos que flotan a unos centímetros del suelo, papagayos y selvas, avionetas que dejan en el aire azul líneas de muerte, abigarrados campos de amapolas. La magia de un trazo de tinta que se desliza sobre el papel repitiendo las formas del mundo, de un pincel que transforma alegremente el lienzo en tierra de ilusión.
Bastaba ver el primer cuerpo de flautista saltando en un mundo de manchas de color para entender que Pedro Ruiz era un mensajero de regiones más bellas y sutiles. La mirada que pasea sobre las cosas mezcla la cordialidad con la travesura, la destreza con la laboriosidad, la fe de los místicos con la curiosidad de los botánicos. Pedro el pintor tiene la mano embrujada: ha penetrado en el misterio de las formas y es dueño del secreto.
Pero vivimos en un mundo perverso y paradójico, donde toda belleza es discutida y toda alegría es fuente de recelo. Aquí toda inocencia corre el riesgo de acudir a los tribunales. Sobre esta época retruena la sentencia de Thomas Mann: “Toda música es políticamente sospechosa”. Y Pedro ha vivido a lo largo de su aventura creadora la perplejidad de descubrir que una mano embrujada no puede complacerse sin objeciones en las formas del mundo; que toda mirada cordial y traviesa, crédula y curiosa, está vigilada por la hostilidad y la rigidez, por el escepticismo y la indiferencia.
“Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”, dicen que dijo Baudelaire. Pero lo feo también puede ser una comodidad, no menos convencional y estereotipada que la Harmonía de los decadentistas, no menos fácil e intrascendente que la etiqueta. En nuestra edad a Botticelli le exigirían monstruos, a Rubén Darío le segarían las rimas, a Paladio le impondrían el desastre y la grieta.
Novalis se preguntaba si el lenguaje es una secreción, y yo siempre prefiero a los artistas que dejan que las obras broten de su manantial más profundo, no a los que se preguntan primero cuáles son los deberes de la época, los hábitos de la cultura o las tendencias del mercado. Hoy se habla mucho de vanguardias, rupturas y revoluciones, pero terminan siendo más revolucionarios los que sin proponérselo contrarían las inercias de su tiempo, los que no se someten a la tiranía de los efímeros dueños de la norma estética, y dejan brotar el asombro y la riqueza que hay en su arcilla acaso intimidados, pero nunca acallados, por el rumor de las factorías. Alguien dirá que estas obras son ingenuas, o por lo menos se atrevían a decirlo antes de que Pedro Ruiz empezara a mostrarnos las garras de sus visiones paradójicas, pero todo es ingenuo a los ojos de los escépticos profesionales, todo es blando para la mirada de piedra.
Esa doncella de perfil coronada de palomas y rosas en un aire rayado de golondrinas habría sido apreciada por cualquiera de los prerrafaelitas. Esa pareja de rasgos indígenas que está de rodillas, en un aire saturado de lirios, tiene la serenidad de los frisos clásicos. Pero es evidente que eran los ejercicios iniciales de una pluma cuya tinta pugnaba por hacer erupción. Esas obras tempranas están, como decía nuestro poeta, “llenas del intenso temblor de la flecha no disparada”. Ese jaguar que lleva un hombre en su interior y ese otro jaguar que camina a la sombra de un planeta con piel de jaguar son ejercicios más complejos, hay en ellos mitología y pensamiento.
Pero fue en las Ciudades perdidas donde Pedro encontró por primera vez su tono personal, y donde su arte se encontró por primera vez con los mundos de ficción como metáforas que descifran el mundo real. Pocas cosas simbolizan más a la América Latina que el contacto misterioso entre las sobrias arquitecturas clásicas y la exuberancia de las selvas. Como el encuentro de dos cosas mudas, como la vecindad de dos cosas ciegas, cada elemento existe plenamente en sí pero no dialoga con el otro, solo se aproxima y contrasta, y muchas cosas de nuestra cultura están hechas de esa vecindad incomunicada, de cercanía distante, de intimidad remota.
Torres que emergen entre la naturaleza salvaje, hierba que avanza entre las grietas, la selva pánica devora la ciudad. Estos cuadros de Pedro Ruiz, que tienen el silencio de Hopper, prodigan su belleza terrible, su esplendor, su quietud, una sensación de paraísos inhabitables. Vemos flotar una ciudad de fantasía entre el azul del cielo y el del mar, y tenemos que exclamar como en el poema de Jorge Guillén: “Tan improbable aún, y ya inmediata”. En pocos sitios será tan desolada una estatua como en esa cornisa frente al mar donde se alza una blanca necrópolis de rascacielos que ya parecen más una escritura que una arquitectura.
Hay edificios como sumergidos en océanos vegetales, ventanas como de la ciudad de los inmortales de Borges, a las que ningún ser humano podría asomarse, pero que se abren en la pared altísima y miran hacia un paraíso imposible. Pedro pinta con inocencia, y esa es una de las principales características de sus obras. Pero la verdad es que todo arte es, en cierto modo, un ejercicio infantil: los artistas crean cosas para los niños que fuimos, y también para los niños que volvemos a ser cuando contemplamos sus obras. Chesterton dijo que el arte es un juego de niños, y que en ello consiste su seriedad y su rigor; nadie como los niños asume el juego de un modo tan responsable y tan trascendental. Como un poeta que escogiera todas las limitaciones del soneto para dejar fluir su inspiración, Pedro se somete voluntariamente al rigor de las formas, y a partir de ese naturalismo empieza a desarrollar sus transgresiones, sus delicadas alteraciones en el orden del mundo. Otros artistas juegan a la transgresión evidente, las de Pedro son alteraciones secretas, transgresiones sutiles: como las grandes hojas de los plátanos que se tiñen de rojo y que, de repente, alzándose entre los mármoles clásicos, producen una zozobra desconocida, como si el mundo griego se viera teñido por una locura sangrienta, como si las selvas resultaran de pronto ser de otro planeta.
Pedro pinta con la misma naturalidad con que respira, en pocos artistas siente uno tanto el arte como una manera natural de vivir. Tiene esa manía picassiana de andar interviniendo todo lo que toca, las sillas, los trajes, los objetos, y supongo que tendrá que haber alguien impidiéndole transformar en obras de arte los refrigeradores y las puertas, las vajillas y los espejos.
Hubo un momento de la historia en que la fotografía pareció sustituir a la pintura. Hubo un momento, hace unas décadas, en que los críticos creyeron que, ante la profusión de lenguajes de las instalaciones y los videos, ante las ocurrencias de nuestro tiempo, la pintura agonizaba o acaso había muerto ya. Pero hay que ser ingenuo para pensar que, merced a las modas fugaces de unos años, la humanidad esté dispuesta a renunciar a un arte que la ha acompañado desde las cavernas, un arte que siempre encontró la manera de reinventarse y de reinventar el mundo. Esos críticos absurdos le contagiaron por un tiempo a la pintura un sentimiento de declinación y de postrimerías, y a eso solo podían sobrevivir los que llevan la pintura en la sangre, los que escriben con sangre, como quería Nietzsche, los que después del fin del mundo, a la mañana siguiente, empezarán a pintar de nuevo los muros de la casa vacía.
Para los locos pintores todo está para ser pintado, lo que existe y lo que no existe, lo que nadie ha pintado nunca y lo que ya pintaron otros. Si basta que una cámara cambie de manos para que la fotografía de un paisaje sea distinta, ¿cómo no ha de ser distinta y personal la realidad que pasa por la criba de una conciencia, por el filtro de una técnica depurada en los nervios y en el ritmo vital?
Hace algunos años, Pedro Ruiz decidió pintar fotografías: viejas fotografías clásicas como la de Yuri Gagarin en su traje de cosmonauta hundido en el estupor de un viaje cósmico. La imagen no puede ser más fiel, aunque no es una copia proyectada sino una pintura tomada al ojo del original, pero hay algo, indefinible tal vez, que nos hace sentir que esta imagen no ha sido depositada por la luz en un papel sensible sino trasladada por una sensibilidad humana, que viene cargada de siglos de arte, de sombras holandesas y de arte impresionista. Aquella colección de fotografías incluía caprichosamente el rostro de un niño amazónico tomado de alguna revista, una imagen de la virgen de la Macarena, variaciones sobre la fotografía de una rosa tomada de un aviso publicitario, la mano al vuelo de una modelo de la revista Vogue que, apartada de su fotografía de pasarela y trasladada al blanco y negro, se convierte en un hermoso y enorme y misterioso objeto de arte.
¿Qué lleva a Pedro Ruiz a escoger entre miles de imágenes estas que toma, no para reproducir sino para reinventar? ¿Cuál es el misterio de ese cosmonauta que viene de nuestras fantasías de infancia, el secreto de una fotografía perdida entre millares en las páginas de las revistas semanales, de un fragmento que acaso nadie más habrá advertido en las páginas de una revista de modas? El arte toma una pequeña porción de realidad y la subraya, toma una estrella perdida entre las otras y nos dice: “Mírala!”, y de repente todo el milagro de la luz y del iris, de la distancia y de la inmensidad, luz de los soles muertos, con mundos invisibles que gravitan a su alrededor, con el pulso de su ritmo profundo, todo eso se hace parte de nuestro ser y de nuestro sueño, escapa a lo indiferente y nos deja marcados con su fuego.
Ocurrió con la fotografía y de repente, un día, ocurrió con el video también. Todas las imágenes que las pequeñas cámaras de video recogen en sus travesías por el mundo se apoderaron de la atención de Pedro Ruiz, quien ahora tenía el propósito de escoger, en esa plétora, juegos de armonía, mundos de color, equilibrios, simetrías, fragmentos de desolación, de compasión, de ternura, de abandono, de plenitud, que podían convertirse en pinturas, y fue formando una galería extraordinaria de imágenes que son pintura pura.
Son bellas las formas, llamativos los colores, exquisitas las composiciones, pero sobre todo son el juego de una pintura que ya no quiere deberse a nada más que a sus necesidades de color y de ritmo, de armonía y de fuerza. Todas esas imágenes de la serie Hi 8 tienen un tema figurativo, pero yo tiendo a verlas todas como arte abstracto, siento que lo importante en ellas no es la anécdota sino el equilibrio total, el impacto visual, la condensación. La embriaguez de una realidad condensada en pequeñas joyas visuales, el estado anímico que propician, el aire místico de comunicación con el mundo del que son testimonio, porque hay en esta serie algo que Pedro Ruiz ha buscado con su arte desde el comienzo: una suerte de panteísmo que le permite ver a Dios en cada fragmento de la realidad, adorar lo misterioso en un durmiente callejero y en un aviso de publicidad, en una señal de tránsito y en una pantalla de televisión, en una brizna de maleza y en el casco de un obrero.
Un día Pedro pintó una avioneta de fumigación dejando su blanco trazo letal sobre la quietud verde del paisaje. A partir de aquel momento esos vuelos a la vez admirables y terribles invadieron sus vigilias y sus lienzos de manera obsesiva. Las avionetas pasaban llevando la muerte con su trazo a las selvas y los ríos, a las montañas y las llanuras, a los jardines y a los cielos. Es asombroso el modo como la línea blanca de la estela del veneno que intenta destruir los cultivos ilícitos parece confundirse con la línea blanca de la droga ya procesada y a punto de ser consumida; como si fueran una misma cosa la causa y la consecuencia, el mal y la persecución del mal, la culpa y el castigo. El arte no resuelve los temas con argumentos sino con eficientes metáforas, con esos trazos inspirados, signos que evitan largas disquisiciones. Bajo el vuelo de esas naves que dibujan su raya en el viento se abrieron campos de amapolas, y todo lo demás fue la fruición del pintor convirtiendo las amapolas en verdaderas selvas, naturalezas muertas, fantásticos jardines que se resuelven en explosión y en sangre. La flor de la sangre revienta bajo el vuelo de una blanca línea mortal, la diversidad del mundo desaparece bajo la monotonía de los cultivos que quieren convertir la realidad en un solo tema persistente y sangriento.
Si Hi 8 era un regodearse en la humildad y la diversidad de lo que permanece, después Pedro se ha embelesado más con lo que huye. A partir de cierto momento en su obra todo escapa: las imágenes permanecen inmóviles frente al espectador pero no nos dejan olvidar que son algo fugitivo. Es como si el pintor recorriera los caminos del hinduismo, como si después de fascinarse con la creación y de deleitarse con la permanencia de lo real, ahora se reconciliara con la sucesión, con lo que se está yendo sin fin, con el fluir del tiempo, y tratara de incorporar a la inmovilidad inevitable de su arte una conciencia de fuga: esas canoas inmóviles que sin embargo están huyendo, que se están llevando todas las cosas que han sido nuestra vida.
Pintar puede ser al comienzo el juego de hacer que las cosas permanezcan, que todo lo visto y lo amado persista en la pupila y siga dándole su sentido a la conciencia, pero todo arte tiene también profunda conciencia de la fugacidad. Es más: precisamente por perdurar nos hace más conscientes de esta condición de seres efímeros. Y no solo efímeros porque morimos, sino por algo más cotidiano: porque cambiamos; porque ningún día repite a otro, ningún amor, ninguna pérdida se asemeja a la anterior.
Y sobre las canoas empezaron a deslizarse primero los ramajes de sus ciudades perdidas, después las palmeras, después los montes mismos, y han terminado siendo parte del desfile obras de arte, canciones, bandadas de guacamayas, manadas de ballenas cantoras, orquídeas, jaguares, montes, ríos. Así como en los salmos de David los montes saltan como corderillos, y como en los versos las llanuras se marchan en silencio, aquí el mundo se somete a los rigores del viaje y un cielo de oro empieza a cubrir todas las cosas, para que las aventuras de nuestro arte presente se reconcilien con las fuentes primeras del arte en estas regiones equinocciales, que son los sueños del oro, el metal de las minas profundas que siempre salió durante milenios a convertirse en objeto de celebración y de alabanza.
Algo en la exposición Oro, de Pedro Ruiz, ha embrujado a los públicos en varios lugares del mundo. Algo en su tono menor, en su pequeño formato, en su concentración casi de miniatura, que invita al recogimiento y al silencio. Una vez más Pedro Ruiz despliega el refinamiento de su arte, pero lo hace con una especial austeridad de artífice gótico, de capilla y de recinto de meditación; muestra su destreza pero se esfuerza por no imponérsela al observador, por permitir que sea más bien el que mira quien vaya descubriendo detalles y secretos.
Todo arte verdadero está comprometido con la humanidad y con el mundo. Los amantes de un arte comprometido con causas momentáneas y denuncias de actualidad siempre esperan que el mensaje de las obras sea evidente. Esperan que si una obra habla de desplazamientos, quede claro que se trata de las muchedumbres desterradas de tal o cual lugar, de selvas arrasadas, de héroes perseguidos y martirizados. No entenderían el profundo compromiso que hay en un arte que se detiene en las formas del mundo, que celebra con precisión y con pequeños énfasis su abundancia y su misterio.
Pero los artistas más hondos trabajan en el taller de otros dioses, no están tiranizados por la actualidad y por la urgencia, nos permiten por momentos sentirnos testigos intemporales del mundo. Esa dulzura de eternidad le da a Pedro Ruiz su fuerza y su poder estético. No pinta en realidad para nosotros, atrapados por la cotidianidad y por la historia, pinta para la infancia del mundo, que un día llegará, para el sueño de las edades, para quienes son capaces de ver, como Blake, el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, abarcar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.
Mañana podrá sorprendernos con imágenes que hoy no imaginamos, pero que ya estaban guardadas en los intersticios de lo que ha pintado, esperando el momento de aparecer del todo, de revelar las semillas de las que brotaron sus árboles, los amores de los que brotaron sus dioses, los secretos sueños y dolores de los que siempre brotó la belleza.
En los trazos, los dibujos, los bocetos, los ejercicios del ocio que llenan sus cuadernos, habría suficiente arte, suficientes inventos, para medir el talento creador de un artista que aunque nos ha dado ya muchas maravillas no ha agotado aún la plenitud de su arte. Pedro Ruiz está desde el comienzo en una búsqueda; cada uno de los momentos de su pintura nos ofrece las muestras de su arte pleno, pero esa búsqueda no puede cesar. Un día veremos todas estas obras a la luz de las nuevas, profundas, delicadas imágenes que Pedro creará, y entenderemos de qué manera unas obras nacen de otras, y todas son como piedras de un camino, gérmenes de bosques impredecibles.
Porque uno de los milagros del arte es su infinita capacidad de buscar a tientas, guiándose apenas por el placer y por la intuición, dejándose llevar por obsesiones, miedos, bruscos entusiasmos y súbitas revelaciones. “El artista —decía Auden— solo sabe lo que busca cuando lo encuentra”.
Ciudades perdidas
William Ospina
Si Pedro Ruiz fuera un pintor de abstracciones, propondría aquí la lucha de los muchos matices del blanco con los muchos matices del verde, juegos de tensiones, de asedios, de avances y repliegues en lo indeterminado y en lo neutro. Y tal vez esas masas de fuerza y color podrían conmovernos con los halagos de la confrontación y del equilibrio. Pero Pedro Ruiz siente fascinación por las formas del mundo y prefiere un camino más arduo.
Lo arduo no es la forma en él, lo arduo no es la técnica. Puede ser como dibujante, insoportablemente “correcto”. Pero digo que ha escogido un arduo camino porque se atreve a confrontar algunas firmes supersticiones de nuestra época, que a veces no es menos maniquea que la Edad Media en lo que al Arte se refiere. También ahora como entonces, existe una realidad “grosera” y profana, que suele ser excluida de los incontaminados conventos del arte. De esa realidad le gusta a Pedro Ruiz nutrir sus sueños y sus obras. Del espíritu de las historietas gráficas, de las revistas frívolas, de los evanescentes mitos del cine, de los fuegos fatuos de la propaganda comercial. Toda esa presurosa humareda de signos que flota continuamente ante nuestros ojos y que con la misma prisa cambia, disolviéndose en signos nuevos. Parece constituir una realidad de segundo orden; está destinada, como los diarios, como los semanarios, como los vasos plásticos, como las emblemáticas cajas de cigarrillos, a la basura, a las melancólicas provincias de desechos que infaman el mundo.
“No hay lugar de esplendor, ni oscuro rincón sobre la tierra, que no merezca una mirada de admiración o de piedad”, escribió Joseph Conrad. En esas palabras está como cifrada la estética de nuestro tiempo.
Como Ray Bradbury, como todos nosotros, Pedro Ruiz creció en un mundo abrumado por los esplendores de las historietas y el cine de Buck Rogers y de Titanes Planetarios, por el mundo perdido de Tarzán, por la conquista de la Luna y de Marte, pero también creció en el corazón de los trópicos, en la invisible vecindad de la selva amazónica, en el vértigo de los Andes, y preguntándose, como cualquiera puede hacerlo, qué significan estas blancas torres esbeltas que se perfilan contra el muro verde de estos cerros, estas formas de la cultura enfrentadas al asedio de una naturaleza salvaje.
Con todas estas cosas, Pedro Ruiz ha construido sus mundos imaginarios. Son templos y palacios inspirados en el Partenón y en Palladio, son la arquitectura del Renacimiento, las columnas y las balaustradas de Florencia y Venecia, no solo trasladadas al desamparo de las selvas tropicales sino sometidas al capricho de la imaginación del pintor. Los muros se alzan hasta lo inalcanzable, los espacios se alargan opresivamente.
Pero es en nosotros donde significan y se enfrentan la blancura y la oscuridad, donde se oponen el orden y la confusión, donde el espíritu se refugia en frecuencias y en simetrías ante el asedio de las fuerzas primitivas. Es en este punto donde la pintura de Pedro Ruiz se aproxima a la de los románticos. Esto que vemos no es la realidad del mundo sino la realidad de un espíritu, la forma como el palacio de los Dogos, o la comuna de San Marcos, o la columna de Vendôme, o las palmas del Quindío, o los oblicuos bosques del trópico se proyectan y se dilatan en su imaginación y en sus sueños.
Algo quieren decirnos esos cuadros: algo que intensamente está en ellos. Y no es solo una mirada al sesgo, como lo exige la época, sobre el ideal de la belleza como la concibieron Rafael o Canaletto: ese equilibrio profundo, grave, que interroga sus propios símbolos y que nos interroga. Es también una reflexión y una toma de partido sobre nuestro desapacible presente. En una época transformada por el escepticismo y por el culto snob de la monstruosidad, es reconfortante que alguien nos hable, con ironía, con destreza, de ciertos valores eternos. Que nos ofrezca estas nítidas imaginaciones. Estos mundos inquietantes y mágicos que no se parecen a la realidad cotidiana y que desde ahora formarán parte de ella. Desafiantes, porque hoy el orden es una forma de la rebeldía; peligrosos, porque también son formas de rebeldía la sinceridad y la inteligencia.
Naturalezas vivas
Este período reúne una extensa serie de trabajos que proponen un enfoque diferente ante la idea de una “naturaleza muerta” y una interpretación personal del tradicional género pictórico.
El juego de palabras y la fusión de elementos son una estrategia frecuente en la obra de Pedro Ruiz que, en este caso, ha dado como resultado una serie de imágenes sugerentes de una relación casi mística con los bosques, las selvas tropicales y los fenómenos naturales en general.
Los bosques surgen de las hojas de los árboles que, a su vez, surgen de manera absurda de jarros y materas, convirtiéndose todo en metáforas sobre la unión de los individuos, sobre la fuerza de lo colectivo, sobre la posibilidad de lo inverosímil. Los frutos de los arboles explotan formando galaxias, revelando visiones de hipótesis improbables.
La pintura hace las veces de un ritual mediante el cual se invocan los espíritus de la naturaleza.
Naturaleza humana
La planta de los pies, las palmas de las manos, los ríos de sangre y los mares de lágrimas, las cataratas, tus labios de rubí, la piel canela, el tronco, tronco de piernas, el árbol bronquial, las patas de gallo, la piel de gallina, los huevos, los lunares, las espinillas, la flora intestinal, el banano, los conejos, la espina dorsal, los ojos de gato, el gallinazo, la sardina, hablar como cotorra, comer como pajarito, dormir como una foca, hacer el oso, ponerse bejuco, quedar como un camarón, viejo verde, la chica águila, el aliento de gorila, trabajar como una mula, ponerse como un tití, el cuerpo de palmera, la cara de coco, la luz de tus ojos, tus dientes de perla, el monte de venus, la manzana de Adán, la cola de caballo, las patillas, el corazón de piedra, el plexo solar, los pies de barro, la cintura de avispa, el cuello de jirafa, la cabeza de chorlito, la memoria de elefante, la mata de pelo, la raíz de tus cabellos, el ocaso de la vida, el fruto de tu vientre, la hoja de vida...
No es necesario especular,
está probado: nuestro cuerpo es la naturaleza.
Hi 8, el arte de mirar
William Ospina
Existe un poema Zen en el cual alguien recorre las galerías de un palacio oriental, asciende escaleras, atraviesa escalones, llega finalmente a un pabellón con ventanales, sale a una terraza entre parterres de flores, se sienta en las frescas baldosas, ordena su cuerpo para una ceremonia, mira al cielo desde el gran balcón y justo entonces sobre el horizonte se alza ante sus ojos la luna llena.
Nos parece casual ese encuentro, la ilustración de una mera coincidencia. Después comprendemos que todo el poema es una metáfora del arte de mirar. Es verdad que la luna solo se alza cuando estamos allí para contemplarla. Centenares de veces no estamos dispuestos y simplemente no la vemos, aunque esplenda en el cielo del anochecer, porque otras cosas tal vez menos sublimes y ciertamente más urgentes ocupan nuestro tiempo. Para que ocurra ese hecho mágico al que llamamos ver, ver de un modo profundo, detallado, reverencial, se requiere una particular disposición, una coincidencia de la actitud interior con el hecho externo.
Cada uno de nosotros posee una vasta galería de imágenes atesoradas a lo largo de sus días en el mundo. No sabemos de qué modo la sensibilidad las recoge y la memoria las almacena, cuáles son los sistemas de clasificación, qué imágenes se transparentan en otras, qué imágenes neutralizan a otras, qué imágenes se superponen o se acumulan. Pero una de las más nítidas vocaciones del arte fue la de interrogar los secretos y los misterios de la mirada. Porque ya todo ver es un seleccionar, todo recuerdo, una escogencia, y como lo prueban los sueños, todo recuerdo es una opción y una invención del alma.
Alguna vez el arte se propuso la fiel representación de las cosas del mundo. Alguna vez se propuso reelaborar las cosas, los nítidos contornos, las exactas texturas, los matices rigurosos y la precisa luminosidad.
Hi 8 es un minucioso y radical tratado de la mirada, un ejemplo de cuán múltiple puede ser el arte de mirar.
Pedro Ruiz es un creador ante cuya mano mágica se rinde la realidad, alguien que, sin embargo, más allá del realismo ingenuo y de los imperativos de la desintegración, persigue al mismo tiempo la realidad y el mito, lo directo y lo escabroso de la vida, pero a la vez lo sereno y lo intemporal.
Ahora nos pinta estampas de un álbum quimérico, láminas que parecen explorar la diversidad del mundo sin más propósito que dejar testimonio de una mirada.
Todo ha pasado por la lente de la cámara, todo ha pasado por el ojo, todo ha pasado por la paleta y el pincel; nos equivocaríamos si pensamos que allí están de verdad esos detalles del mundo. El paisaje de la llanura dócilmente se ordena en cuadrados y se geometriza convirtiéndonos en observadores aéreos, la señal ironiza bajo el amparo del follaje, la moto se recorta contra la ciudad siniestra, el vendedor es un pretexto para el radiante amarillo, el árbol es un desamparo vegetal, el hombre un plácido abandono, la nube un milagro evanescente, la calle un tejido de trazos y de signos, los cigarrillos un collage de colores, lo que emerge entre las masas de verde oscuro se nos antoja un paisaje de agua, la mansión con sus palmeras es un paisaje clásico, las vacas un ejercicio musical, la paloma una tensión entre lo esencial y lo deletéreo, el rostro con el agua hasta los ojos una advertencia.
Y sentimos que alguien que se deleita infinitamente en esta ilusión de las apariencias, alguien que sabe, como Nietzche, que “Solo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo”, nos está dando una valerosa, paciente, brillante, múltiple, festiva y delicada lección, un ejemplo magnífico del arte de mirar, del arte de arrebatar las imágenes al soplo del viento y detenerlas ante nosotros en múltiples lenguajes para que degustemos su extrañeza, captemos su misterio y vagamente intuyamos su poderoso sentido. En un mundo donde los organismos se pliegan a la tiranía de los mecanismos, qué grato es sentir cómo Pedro Ruiz nos devuelve la irreductible condición sensual de la mirada, la fracción de divinidad que viene hasta nosotros en cada raudal de luz cargado de imágenes.
La biblioteca natural
Lo que yo estaba viendo allí, del otro lado del espejo, en la “naturaleza”, no era mi codicia, mis intenciones utilitarias, mi “animalidad”, los llamados “instintos”, etc., estaba viendo, por el contrario, las raíces de la simetría humana, de la belleza y la fealdad, de la estética, de la propia condición viva del ser humano y su pequeña cuota de sabiduría. Espíritu y naturaleza, Gregory Bateson Espíritu y naturaleza es tan solo una de las múltiples fuentes que inspiran este proyecto colectivo, creado y dirigido por Pedro Ruiz, que reúne un extenso grupo de personas de distintas disciplinas y creencias para reflexionar y manifestarse de manera creativa a partir de sus múltiples relaciones con la naturaleza. Durante un período de cuatro semanas el área de exhibición se transformó en una biblioteca, con estantes y espacios especialmente diseñados, donde se dieron cita las obras de más de treinta artistas plásticos, actores, músicos e intelectuales.
Trajimos sin pensarlo en el habla los valles
William Ospina
Lo más importante para nosotros debería ser que esto no está sucediendo por primera vez. Una historia que se repite y se repite necesita una explicación, y casi se diría que necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Tal vez que el éxodo arrebata y el lenguaje conserva. Todo lo que se pierde queda escrito en el alma. Y sin duda, cuanto más dolorosamente se perdió, y cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria su huella. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria es entonces ese paraje, esa región que no puede sernos arrebatada. Tal vez esto nos ayude a pensar por qué Colombia, obligada desde el comienzo a adherir a unas ideas de progreso que siempre suponen destierro, que siempre imponen desarraigo, parece negarse más que otros pueblos a creer ciegamente en la felicidad que nos propone la modernidad. La resistencia de Colombia a adherir a las modas de la época de una manera irrestricta no nace tanto de un esfuerzo racional, no es un ejercicio intelectual. Es fruto de un dolor, es casi una reacción física. ¿Por qué tendríamos que idolatrar un modelo que nunca ha procurado seducirnos, que siempre ha procurado imponerse por la vía de la violencia y el despojo? En general La América Latina representa a los ojos alarmados de ciertas almas ávidas de modernidad una tierra incapaz de lanzarse con decisión hacia lo que suele llamarse el progreso; una cultura desordenada que vacila en entregarse a la pasión transformadora con el ímpetu y la eficiencia de los Estados Unidos o de Europa. Pero el que quiere entender debe ver en todo esto, hechos significativos y no errores desesperantes. Y aquí sería preciso hablar de la ciudad. La ciudad creció sobre nuestros campos más como una orden que como un orden, nació como un ideal impuesto por la lógica de las invasiones. Los pueblos nativos de estas regiones ecuatoriales no fundaron su idea de la cultura y la sociedad en un orden urbano excluyente de la naturaleza. Ni siquiera el Cuzco ni Tenochtitlan fueron construidas aquí. Porque una ciudad es una respuesta, y la ciudad de tipo europeo es la respuesta a una naturaleza hostil. Recuerdo ahora que una de las más frecuentes fantasías de la conquista de América, y de los siglos coloniales, una persistente leyenda que floreció tanto en Europa como en la propia América, fue la tesis de que estas tierras americanas eran hostiles a la vida. Bouffon y Hegel sostenían que en América la vida animal era contrahecha y deforme, y que aquí hasta las propias especies europeas degeneraban. Tuvo que venir Humbolt a comienzos del siglo XIX a burlarse de la ignorancia doctoral de Hegel y de sus prejuicios eurocéntricos. Tuvo que decirle que viniera a comprobar por sí mismo la debilidad y la pequeñez de los enormes caimanes del Magdalena. Y también fue Humbolt quien sostuvo que la leyenda de que estas tierras eran inhóspitas por su abundancia de insectos y serpientes era insostenible. No habrían podido sobrevivir tan vastas comunidades como las que pueblan las regiones equinocciales, dijo, si la naturaleza fuera tan hostil como se piensa. No habrían habitado la selva amazónica más de siete millones de personas antes de la llegada de los europeos. Pero nosotros podemos ir más lejos. No es aquí donde la naturaleza es hostil a la vida. Hay que afirmar con claridad lo contrario: más bien es Europa el continente hostil a la vida, y también por supuesto Norteamérica. Es allí donde el sol asoma sólo unos pocos meses, a veces unos pocos días del año, y en cambio el resto del tiempo sobre esas tierras avanza un frío implacable que adormece el paisaje y aflige el cuerpo y hace triste al espíritu. Es allá donde es preciso construir ciudades para capturar el calor y el frío e impedir que escapen. Si alguien en Europa decidiera vivir todo el año al aire libre, con balcones abiertos a los montes y a las llanuras, seguramente moriría. En cambio, ¿quién no ha experimentado en nuestra tierra la felicidad singular de pasar la noche en una hamaca junto a los bosques y las estrellas? ¿Quién ignora que en muchas regiones de estas tierras equinocciales es posible vivir todo el año sin tener que protegerse del aire y del cielo? La verdad es que esta tierra no nos hace cautelosos, no nos hace previsivos, y sobre todo no nos hace acumuladores. Quien puede pescar todo el año, quien puede colgar una hamaca en cualquier parte, quien ve los árboles siempre cubiertos de follajes y de frutos, no desarrolla ese instinto acumulador que volvió a los europeos tan metódicos, tan disciplinados, tan industriosos, y tan enemigos de la naturaleza, tan empeñados en dominarla. De algún modo podría afirmarse que aquí no es necesario dominar a la naturaleza, que aquí basta con comprenderla. Siempre me llamó la atención que los viajeros de Europa, que descubrieron para Europa el Amazonas a mediados del siglo XVI, tuvieran que ir por esos húmedos calores acorazados con sus armaduras, forrados en cosas que los protegieran de todos los peligros que vivían y que imaginaban, de las flechas, de las serpientes, de los insectos. Todo ello contribuyó a formar en ellos, y en nosotros, sus descendientes, la idea de que la selva era un infierno. Pero podemos ver a los Nukak-makú avanzando desnudos por la selva, sobreviviendo desnudos en la selva, desplazándose sabiamente por ese territorio, en una polis nómada llena de memoria, de destreza y ternura. Allí asoma una asombrosa contradicción, un asombroso choque entre dos miradas sobre el mundo, entre dos versiones del mundo. Pero ese choque que vemos ahí en su forma extrema: (de un lado Lope de Aguirre, acorazado, enloquecido, tratando de dominar una selva que obedece leyes muy distintas y distantes del organismo europeo, y del otro Nukak-makú, que vive la selva como un hogar y una patria), ese choque que vemos allí en su forma extrema lo podemos deducir por todas partes en esa cruzada feroz que se llamó la Conquista de América.
Parece que estuviera hablando de explicaciones arcaicas, que estuviera tratando de explicar el presente por cosas que ocurrieron hace cinco siglos. Pero es que la lógica de la Conquista de América sigue viva en los avances de todos los ejércitos que amenazan y arrojan a los pueblos al éxodo forzoso. Lo arcaico no es la explicación, es el problema. El cuadro colombiano es inquietante. Porque la historia se repite sin fin, calcando el esquema del comienzo. En cada territorio una comunidad llena de sabidurías sobre el suelo, sobre los árboles, coma sobre los climas, sobre la fauna. De mitos sobre las águilas y las garzas en la sierra de Santa Marta, de mitos que se inscriben y se pintan con achiote y nogal sobre los cuerpos en las selvas lluviosas del Chocó, de mitos sobre las enfermedades, sobre los peces, sobre los árboles, en las llanuras del Vichada, de mitos sobre el árbol de los frutos, sobre la anaconda celeste, sobre la picadura del mosquito que es también el acto sexual y que es también el saber cósmico de los chamanes en las selvas del Vaupés y del Amazonas. En cada territorio una lengua, una memoria, una idea de la polis, una sabiduría nacida de la observación y de la experiencia. Y de pronto llegan la hordas que no quieren aprender nada, que solo quieren civilizar. Y es trágico ver ese verbo ilustre, civilizar, convertido en sinónimo de arrasar bosques, envilecer las aguas, destruir las comunidades, borrar los viejos vínculos con el territorio, despreciar los conocimientos, y sembrar sobre el mundo así saqueado los cimientos de las civilizaciones remotas, nacidas de otros suelos, de otros climas, de otros árboles, de otros dioses. No es extraño que por mucho que lo intenten, esos modelos no prosperen. Casi siempre están hechos contra la tierra y en contra del agua, contra las nieblas y contra los bosques, contra los lazos del amor y contra las lógicas del clima. Y lo que surgen son ciudades que enmarañan de otra lógica, de otros miedos y de otros sueños. A veces me pregunto por qué en tierras tan propicias para la vida, logramos hacer que los campos se volvieran hostiles, no porque lo sea su naturaleza ni su clima, sino porque los invade el miedo, los avasalla el terror, porque los tiraniza la muerte. La ciudad así fundada no seduce, no cautiva la imaginación, está siempre procurando ser algo que no alcanza a ser, siempre desgarrada por una imposibilidad y por una locura. No alcanza la belleza y la armonía que logró a veces el orden urbano en regiones del mundo donde el orden era profundamente necesario. No logra tampoco ser un ámbito de comunicación y de alianza, porque en su raíz no hay una comunidad unida por la memoria, ni por la conciencia de un origen común. La ciudad, repito, no se nos ofrece como un orden sino como una orden. Y para lograr que las gentes adhieran a ella, no se esgrimen sus armonías seductoras y sus símbolos fascinantes, sino el terror. Así crecieron estas ciudades nuestras, no alimentadas por un proyecto civilizador y por un sueño fraterno, sino avivadas por un incendio, convertidas en el precario refugio contra unas hordas empeñadas en hacer de los campos un reino de opulencia para el cual la gente, desde el comienzo, era un estorbo. Pero ese reino de opulencia no llega nunca, porque no es u proyecto verosímil., porque no nace del conocimiento ni de la clarividencia sino de la ambición y la brutalidad. Y esas tierras equinocciales requieren sutileza, requieren pensamiento, requieren dioses menos hegemónicos, requieren una reverencia profunda por la diversidad, porque, comodito el poeta, aquí “el verde es de todos los colores”. Estamos en la franja solar del planeta. Donde la vida es perenne pero es frágil. Donde todo necesita de todo. Aquí no podemos uniformar ni al paisaje ni a los seres humanos. Aquí cada matiz es vital. Par destruir pueden bastar la fuerza, la violencia y la profanación. Pero para construir se necesitan diversidad, inspiración, pensamiento y fuerza creadora. Para las fuerza de la destrucción, todos esos seres a los que se desplaza, a los que se expulsa, son idénticos, son obstáculos a los que no hay que escuchar, a los que más bien hay que acallar. Pero para el futuro creador que merecemos y que conquistaremos, cada uno de ellos es distinto y es único.
Cada uno sabe algo vital para que la tierra renazca, Entonces el lenguaje se convierte en el principal instrumento para hacer resurgir el humus fecundo que está en la tierra pero que está también en la memoria. Y casi entendemos porque en Colombia no es que se haya urbanizado el campo sino que se ruralizó la ciudad. Pero es que también a la ciudad hay que inventarla, como lo quería Rimbaud del amor. Y que no sea ya una ciudad enfrentada al campo, ni ajena al campo, ni que parasite del campo, sino un diálogo entre las construcciones humanas y los misterios de la naturaleza. Y el vasto bosque equinoccial requerirá que sus habitantes no vivan en el desconocimiento del mundo, ni en el aislamiento que hoy los desampara. Tenemos el deber de descubrir cuál es el orden que puede salvar a estas selvas, a esta agua, a estas nieblas, y como podemos aliar nuestra vocación urbana con este recuerdo de un reino mágico perdido.
Más deseado cuanto más prohibido. Porque es evidente que lo que estamos viviendo no es un accidente sino una obsesión. Por eso dije al comienzo que lo más importante para nosotros debería ser que esto no está ocurriendo por primera vez. Que una historia que se repite y se repite, desde los tiempos de la Conquista, necesita una explicación, y casi se diría necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Lo que el éxodo arrebata, el lenguaje lo conserva. Así decía Aurelio Arturo: “Trajimos sin pensarlo en el habla los valles”. Lo que se pierde queda escrito en el alma. Cuanto más dolorosamente se perdió, cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria, como el amor, es aquello que no puede sernos arrebatado, es la voz que nos recuerda cada día todo lo que tenemos que recuperar.
Natural
Javier Gil
Son muchas y aparentemente diversas las obras y proyectos artísticos de Pedro Ruiz. No obstante es factible encontrar en ellos una coherencia que los cargue de sentido. Quisiera aventurar una lectura que evidencie relaciones y continuidades en su trabajo. Para ello es importante viajar por distintos momentos, obras y notas de cuaderno, pero desafiando cualquier aproximación lineal y cronológica. Como en todo proceso creador, la construcción de una etapa recoge y redimensiona las anteriores, la producción de una imagen no se distancia de otras imágenes y producciones del mismo artista. En las obras se producen avances y retornos, idas y venidas, que hacen que el conjunto de la obra se explique desde movimientos y dinámicas temporales más complejas.
En consecuencia, se abordan tres aspectos: por un lado la pasión de pintor y dibujante y las posibilidades que ofrece el trabajo plástico para percibir y crear mundos; por el otro, la naturaleza como tema, pero también como dispositivo de creación poética y metafórica. Por último, su acercamiento a realidades socioculturales, pero siempre siendo fiel a los dos primeros aspectos. Tres puntos de vista pero todos tejiéndose en una trama única.
Líneas soñadoras
Desde sus primeros trabajos y apuntes es indeclinable la vocación de pintor y dibujante de Pedro Ruiz. Sencillo, sin mediaciones discursivas, sin afán de ilustrar conceptos o razones distintas al hecho perceptivo, sus dibujos viajan por las formas redescubriendo la realidad. Como dibujante celebra las apariencias, es fiel a ellas, pero se permite deshacer y rehacer el mundo mediante líneas soñadoras, sin prisa, sin sometimientos a finalidades representativas. Las líneas viajan libremente, sin objetivo aparente, sin apuntar a un destino, gozan del instante y se niegan a ser un instrumento para algo distinto que su propio discurrir. Varios de los dibujos de los libros de apuntes, de 1996 y 1997, así lo señalan. En ellos se percibe cómo los pliegues y despliegues formales generan un terreno propicio para que cualquier forma se abra estableciendo nuevas relaciones. Las tramas, la abundancia de trazos, el juego de líneas, lo ponen en contacto con la naturaleza a través de resonancias formales que circulan naturalmente. Aparece el fluir como elemento central para producir el encuentro de planos, dimensiones y mundos, esa condición explicaría la facilidad que se transparenta en sus trabajos para desarrollar vestuarios de piezas teatrales, o ilustraciones para cuentos. En uno y otro caso las líneas se desenvuelven naturalmente para acercar universos distantes.
La relación con lo natural es una constante en su trabajo, y no solamente desde el punto de vista temático, formas y ritmos se mueven en consonancia con los de la naturaleza. Varias obras plantean ese encuentro desde diversos lugares: afinidades entre el hombre y el jaguar, por ejemplo, o entre la mujer y el universo de las flores a través de una especie de “florecimiento” de cabellos y vestidos. También entre cuerpo y naturaleza, o entre el impulso ascendente de lo humano y la extensión vertical de las palmas; o entre la levedad de la memoria y la inconstancia de las mariposas. También lo hace planteando contrastes, como en la serie Ciudades perdidas (1988), en la cual deja ver la extraña presencia de rascacielos en inconmensurables ámbitos selváticos, o en aquellas obras denominadas Naturaleza Viva mediante plantas exuberantes que desbordan las macetas con las que intentamos controlarlas y domesticarlas.
Pedro Ruiz jamás ha renunciado a la condición de pintor, incluso cuando aparenta alejarse lo hace para acercarse de nuevo a ella. Pareciera que confiara obsesivamente en la capacidad de pensar y descubrir que tiene el ojo del pintor, para él la creación es asunto de percepción, de habitar largamente algo y hacerlo con atención desmesurada a líneas, colores, puntos de vista. En esa obsesión por lo manifiesto, lo no manifestado empieza a emerger. Es la sencillez del que sabe sin saber. Klee afirmaba que el pintor lo sabe todo, pero solamente lo sabe después, aludiendo quizás a la entrega al hacer confiando en los mundos que se labran inconsciente y secretamente.
Esa mirada sencilla, sin trasfondos ni intencionalidades conceptuales, se evidencia en las obras correspondientes a la serie Hi 8 (2001) y en la serie Fotografías (2004). La primera se compone de muchas pinturas sobre personas, lugares, objetos, previamente capturadas por cámara de video. Nada extraordinario sucede en ellas, nada, salvo la vida misma, captada en cualquier momento o lugar, y sin el deseo de establecer valores que carguen lo observado de sentido o trascendencia. Se trata del pintor que más que pintar del natural pinta con naturalidad, que más que pintar la naturaleza procede como ella, con la mano, lejos de artificios, sin la ambición de significados profundos. Son imágenes que anteponen lo detenido a lo sucesivo, lo manual a lo tecnológico, lo nimio a los grandes sucesos, por ello se liberan de cualquier función utilitaria, de la necesidad de decir algo. Paradójicamente, desde esa simpleza, desde ese deseo ya no de lo extra-ordinario sino de lo ordinario, algo ocurre.
Cada objeto o persona, desconectado del ruido cotidiano y aislado de los contextos en que rutinariamente se inscribe y desaparece, adquiere una especie de desnudez existencial, una extrañeza inadvertida en la cotidianidad. Es la potencia de lo singular presente en un retrato que nos muestra al sujeto absoluto, alejado de todo lo que no es él, al margen de toda exterioridad. O la soledad sin lamentaciones de una flor emergiendo del cemento, o el amanecer de otra flor apareciendo espontáneamente de los amarres de un delantal. Es la fuerza del instante perceptivo, fuerza y sentido inmanente al hecho pictórico.
Ese tránsito de la imagen mediada tecnológicamente a la pintura, reaparece en la serie Fotografías (2004). Allí la pregunta deja de ser qué le hace la tecnología a la pintura, y más bien sería: qué le hace la pintura a la imagen tecnológica. A través de Pedro Ruiz podemos aventurar algunas respuestas. Las pinturas son en blanco y negro, con un brillo que inevitablemente las asocia a las fotografías de origen, los temas son diversos y van desde la pintura de una Venus de Boticelli, hasta la de un astronauta, pasando por un niño indígena, o la virgen de la Macarena, o por aquellas imágenes que reaparecerán constantemente en trabajos posteriores como las del remero portando hojas en su canoa o los aviones fumigando la tierra con glifosato. Como sucedía con la serie Hi 8, la pintura revela, no en el sentido de descubrir sino de volver a velar, de cargar de misterio las imágenes anodinas de una fotografía cualquiera. Así, la función netamente referencial de lo fotográfico cede su lugar a la ambigüedad de lo pictórico, ambigüedad suministrada por el trazo, el gesto, la pincelada, el encuadre. La clave reside en sostener la tensión entre lo fotográfico y lo pictórico, son trabajos a mitad de camino entre uno y otro, en algunos casos los trayectos son varios como ocurre con la imagen de la Venus, la cual procede de una pintura, pasa por la fotografía y retorna la pintura. En esos movimientos, y de manera casi espontánea, lo pintado se transforma y transforma, sutil pero significativamente; basta apreciarlo en esta obra, la cual hace ver el rostro y el cabello de la Venus de forma inédita, contraponiendo el hermetismo del rostro con la fuerza patética de las ondulaciones del cabello.
Incluso la foto documental de los aviones, con su pretensión de verdad propia del género documental, alcanza una intensificación especial al ser mediada por la pintura. Allí accede a la verdad del arte, al exceso de realidad implícito en lo artístico. En suma, con estas obras evidencia un conocimiento inscrito en el acto de pintar, un conocimiento natural, sin trapecismos, situado en el mismo terreno de lo referencial, desde dentro de la fotografía pero subvirtiéndola. Mediante esa operación, sencilla y compleja a la vez, tiende a sacralizar lo referenciado, pues lo suspende en un vacío de sentido que —paradójicamente— lo ritualiza y lo llena de un significado inasible. La ficción pictórica, entre real e irreal, da a ver, re-crea el mundo fotografiado, muestra un renacer de las cosas y allí reside su verdad.
Como la naturaleza
La naturaleza, entonces, es tema pero también actitud, forma de ver, recurso para pensar plásticamente. Cuando Pedro Ruiz observa una hoja, cuando mira casi neuróticamente plantas y flores, seguramente capta resonancias, ecos, metáforas, conexiones. Basta apreciar en las mencionadas imágenes de la serie Fotografías el penacho del niño indígena y la corona de la virgen de La Candelaria, en ellas se aprecia una explosión de flores, una suerte de campo energético coronando sus respectivos cerebros. Esa relación se hace presente reiteradamente en dibujos y obras en las cuales el cerebro deviene estallido de flores. Esa abundancia de formas y colores, esa sobredosis cromática, progresivamente se convierte en un pilar de obras posteriores.
Más allá de un tema se trata de una apuesta obsesiva por el mundo natural. Una apuesta que lo aproxima a cosmovisiones de la América precolombina ligadas a la sacralización de la naturaleza y moduladas por una especie de pacto divino entre lo humano y las demás especies. Desde esa conciencia fundamentada en simpatías y analogías, la relación con el mundo natural se centra más en ponerse en contacto, en clave de escucha y resonancia, y no en situarse en una posición de dominio y control. La naturaleza, lejos de ser objeto enfrentado al sujeto racional, es parte de él mismo y ello supone el desplazamiento de una relación marcada por distancias y dicotomías a una relación de copertenencia. Lo sacro en este contexto no es algo trascendente, algo fuera de este mundo, es la relación misma con la existencia. Lo sacro es inmanente a la vida.
Ese sistema cognitivo, a base de resonancias, se detiene más en las relaciones que en las identidades. Se abre a un tejido donde las líneas de un paisaje resuenan con un rostro, y ambos con el movimiento de un animal y el sonido del agua. Así mismo, una flor contiene otros mundos, sus movimientos se corresponden con otras realidades. Es evidente que la captación de esta eco-lógica, de esa interdependencia relacional, desborda la tendencia analítica y diseccionadora de la mente racional; prácticamente exige de una estética para su percepción y comprensión.
Es allí donde al arte le cabe una palabra. A ese universo de ecos y correspondencias se accede más fácilmente desde la afección, la imaginación o la intuición estética; nuestro lenguaje, ligado al “ser”, a las identidades cerradas, a los contornos bien diferenciados, difícilmente puede dar cuenta de esas realidades. El pensamiento metafórico nos ayuda a sentir esa realidad invisible a los ojos, en tanto que privilegia las relaciones por encima de las entidades individualizadas y separadas. Esa concepción poblada de ritmos, devenires, ecos y resonancias, hermana lo poético con lo místico y con parte de la ciencia actual, muy sensible a estas visiones. Todos apelan a la danza de las formas para comprender esa realidad vibrante, creadora, dinámica e interdependiente. Progresivamente los trabajos de Pedro Ruiz se focalizan en esos mundos, lo hacen manifiesto mediante la aglomeración danzante y vibrante de campos de flores, los cuales por su propia dinámica interna parecen zonas de color abstractas. Esas relaciones desde un principio caracterizaban sus trabajos, pero, con el tiempo, la representación más realista va cediendo paso a formas y colores en trance, justamente animadas por el deseo de penetrar en los ritmos internos de la naturaleza. Love is in the air, Desplazamientos y Oro así lo consignan. En muchas obras de estas series la naturaleza adquiere proporciones desmedidas, son como campos energéticos, espacios vibracionales. Ese amasijo de formas, ese estallido de música y color, posiblemente le permiten establecer afinidades con estéticas como la hindú o la mexicana, ambas muy barrocas, plenas de dinamismo y vitalidad.
Tres elementos recurrentes de esta permanente escenificación del mundo natural son las flores, los árboles y las mariposas. Siguiendo a Mario Satz 1 es factible extraer argumentos para comprender la riqueza metafórica de esos elementos y su presencia en la obra de Pedro Ruiz. Según Satz, la palabra “flor”, para los griegos "antos", significa “lo máximo”, “lo que culmina”; en latín flox es asociable a “llama”, “fuego”, “brillo”, “la luz que corona”. Es fácil extraer las vinculaciones de la flor con el mundo de la luz, y de paso con la elevación espiritual: la flor se eleva por encima de la tierra para buscar la luz y morir en la dicha de su entrega.
También se advierten las relaciones con las iconografías de las vírgenes, no en vano sus mantos suelen llenarse de flores. Es una figura que simboliza la tierra, la “mater”, la madre florida y fecunda, la misma que exaltaban los indígenas para quienes no fue un problema producir una simbiosis entre la madre tierra y dichas iconografías. En sus mantos azules las estrellas son como flores celestes, así como las flores bien podrían poblar los campos de estrellas. La flor, como la mariposa, parece espiritualizar la materia; por ello su afinidad es evidente: así como una flor es una mariposa detenida, esta es el ascenso de una flor, sugiere el propio Satz. En muchas culturas las palabras asociadas al alma se relacionan con el viento y el aire, de allí que el vuelo de las mariposas se vinculara con el ascender del alma. En Grecia, “psique”, es decir el alma, se convierte en mariposa; en los códices precolombinos las mariposas ascienden desde la boca de las muertas, como retornando a su primordial misterio y respondiendo a la llamada de la luz, la misma luz que tienen dibujada en sus alas.
Estas anotaciones nutren de sentido las frecuentes apariciones de flores y mariposas en las obras de Pedro Ruiz. La aparición de ellas, sorprendentes en cantidad y tamaño, alude a un deseo de significar que rebasa el mero juego decorativo. Es bueno recordar una vez más la serie Las alas de la memoria (1998), en ella las alas de las mariposas contienen imágenes y fragmentos de memoria, el recurso metafórico se ve potenciado por el dispositivo de exhibición, asociable a una pieza de museo destinada a conservar la memoria y, por qué no, también asimilable a una redefinición del álbum familiar.
Los árboles también son recurrentes en sus trabajos, las palmeras en particular aparecen constantemente, elevándose vertiginosamente hacia el cielo. Quizás donde se hace más explícita su relación con el hombre es en una obra participante en la muestra Medidas Naturales (2001). Alrededor de una palmera natural dispuso un círculo de sillas que aludían al hombre, el árbol allí deviene metáfora de crecimiento y elevación. Luego sintetizó esas ideas en un objeto, las sillas aladas, las cuales, en un juego de presencia-ausente, se podían relacionar con la pulsión ascendente del hombre. También lo condensó en las sillas con patas exageradamente prolongadas. No está de más recordar la simbólica figura de Jacob quien soñaba con una escalera que ligaba la tierra al cielo y por la cual subían y bajaban ángeles. Una escalera asociable con la imagen del árbol, y, por qué no, también con ese otro árbol que sirve de sostén a la verticalidad humana como es la columna vertebral. Ambos estallando, en las bóvedas del cielo y del cráneo, en flores y frutos luminosos. Mario Satz lo expresa de manera precisa y preciosa: “Marcel Granet cuenta que un famoso monje taoísta llamado Lingyum obtuvo su iluminación contemplando un melocotonero en flor, y que entró en tal estado de éxtasis que, como Jacob ante el almendro angélico, llegó a ver el ascenso y descenso de los diminutos seres de luz que tejían señales de felicidad en los pétalos de las flores”.2
El anhelo de aproximarse a la naturaleza llevó a Pedro Ruiz a encabezar el proyecto Biblioteca Natural (1999), una propuesta de reflexión, discusión y creación con personas de diversas disciplinas, alrededor de ese tema. Sirvió como antecedente para el surgimiento del grupo Nadieøpina, conformado por un equipo de prometedores artistas con quienes desarrolló proyectos, diálogos y acciones acerca del arte contemporáneo. Pese a lo significativo que resultó para él la actividad de este colectivo, por ejemplo para las mencionadas series de Hi 8 y Fotografías, su trabajo no renunció a una relación con la naturaleza desde sus posibilidades artísticas y metafóricas. Fruto de esa obstinación fueron las sillas aladas e incluso el uso de modalidades de observación y exposición de procedencia científica pero no exentas del lenguaje y la seducción de lo artístico. Incluso la serie Oro abiertamente remite a ellas pero invitando a una contemplación estética más detenida. Para Pedro Ruiz las naturalezas no están muertas sino vivas, por ello evita un acercamiento frío y analítico, sus modos de aproximación priorizan la comprensión afectiva, emocional e imaginativa propia del arte y en particular de la pintura. La imaginación, lejos de ser fantasía o evasión de la realidad, es intensificación de la misma, contribuye al vuelo de las formas, afirma lo posible elevándose por encima de lo fijo y lo delimitado. La imaginación es anhelo de realidad.
Love is in the air
Love is in the air (2008) se puede apreciar como un grupo de obras individuales, pero sobre todo es una instalación, una atmósfera global y multisensorial, un espacio ambientado por viejas canciones románticas y por la predominancia del color rojo de la amapola. Ese tono general se contrasta con pinturas, en grises y negros, representando aviones regando glifosato sobre la tierra. El conjunto genera impresiones ambiguas y plenas de connotaciones dispares, las cuales, unidas al tono irónico dominante, sitúan al espectador en una sensación de encantadora extrañeza, en una especie de innombrable atracción.
Love is in the air marca un salto en su proceso creador. Emplea iconografías ya trabajadas pero dispuestas de manera novedosa, resignificadas con la intención de formular un comentario cultural y sociopolítico, antes no tan explícito. Algunas de ellas reaparecieron conjurándose para realizar una singular versión sobre las relaciones entre mundos tan distantes como el amor, las fumigaciones y la naturaleza. Por lo general, sus trabajos articulan cambio y continuidad al unísono, las nuevas propuestas son un viaje con y desde imágenes previas pero encaminadas hacia nuevos puertos de sentido. La imagen no es un objeto cerrado, es un punto de encuentro de tiempos, instancias, pulsiones, pasiones, que se conjuntan en un momento dado. Un presente tejido de pasados diversos.
Como ocurre con las dinámicas de creación artísticas, nunca se retorna a la misma imagen, esta se desplaza y, a su vez, desplaza el significado de las imágenes con las que se relaciona. Lo original se transforma, no cesa de rehacerse en sus trayectos hacia el pasado y hacia el futuro. Y no solamente se trata de contenidos, se trata de idas y venidas de aspectos meramente formales, ya sea el trazo, los ritmos lineales, las tramas y movimientos. Se presenta, entonces, un juego de repetición y diferencia. Las improntas no se borran nunca del todo pero tampoco se dan de manera idéntica, la imagen trenza el tiempo, moviliza momentos distintos, allí reside la inquietante ambigüedad de la obra. Este retorno de lo diferente es frecuente en los trabajos de Pedro Ruiz y se produce con particular intensidad en un montaje como el de Love is in the air. La naturaleza, particularmente expresada en flores y hojas rojas, retorna como mancha, plena de expresividad pasional y dolorosa. Las flores regresan pero estableciendo vínculos insospechados, ya sea con la ropa de camuflaje de soldados, o con canciones y letras de amor. Los aviones, anteriormentepresentes en la serie Fotografías, también se actualizan imprimiéndole a la muestra una tensión ya explorada entre fotografía documental y pintura.
La instalación aglutina una serie de sensaciones dispares: dolor, humor, evocaciones amorosas, todo mezclado en un singular maridaje de elementos emocionales y sociales, de aspectos subjetivos y objetivos. Es el imposible verosímil propio de la ficción artística, una condensación de planos de sentido tan lejanos como inesperados, pero sin duda convincentes. Los títulos de las obras hablan de lo amoroso y, sin embargo, y paradójicamente, lo que vemos es la repetida agresión sobre la naturaleza con la acción de los aviones de fumigación. El tono nostálgico de amor perdido se hace extensivo a la pérdida de conexión con la naturaleza. Esta ya no es objeto amoroso, como en el pasado ideal evocado por las canciones, es objeto de conquista y violencia. Su cuerpo yacente y horizontal no recibe un afecto germinador, en su lugar las zonas sombrías del cielo le envían un fuego destructor.
Una vez más hace notar la desaparición del sentimiento de pertenencia hacia la naturaleza; esta no se experimenta afectivamente, por el contrario, plantas y flores resultan amenazantes y se exterminan desde una visión que desconoce sus usos sacros. El consumo de ciertas plantas, anteriormente enmarcado en prácticas rituales ligadas a tiempos y espacios sagrados, hoy se combate como delito o evasión. Algunos las reducen a un consumo rutinario y carente de ese trasfondo, otros a sus ventajas económicas; unos y otros empobrecen su percepción, tanto como aquellos que creen encontrar soluciones en su exterminio mediante fumigaciones. Detrás del ataque a la naturaleza se esconde la pérdida de una concepción en la que la sanidad física y espiritual era sinónimo de armonización e interdependencia con ella, mientras que lo patológico significaba la ruptura de ese equilibrio sacro. Es la distancia entre un sistema cognitivo fundamentado en simpatías y analogías y otro fundamentado en dicotomías y separaciones.
Buena parte de la muestra se sintetiza en una imagen categórica: un soldado vestido con ropa de camuflaje, pero de tonos rojos, esa singular indumentaria condensa los distintos y distantes sentidos involucrados en la exposición. Por su tamaño desmesurado, y por su presencia casi que física, preside la instalación; la desacralización de la naturaleza encuentra en esta especie de figura sacerdotal un emblema de esa otra sacralización, la del control y dominio, la de una cultura falocéntrica representada en las armas y en aviones expulsando su líquido destructor sobre el cuerpo femenino de la naturaleza.
Pero también ese rojo emocional y pasional transmuta lo fálico y masculino, como si la misma naturaleza se tomara esa violenta realidad tan dominante en Colombia para ablandarla amorosamente. Así como el militar se camufla de naturaleza, esta se camufla de militar, su propia exuberancia se posa sobre él. Otra imagen expresiva de ese esperanzador llamado, y que de alguna manera extiende la operación realizada con la indumentaria militar, la encontramos en una obra semejante que representa una ametralladora vestida de flores. La naturaleza termina por hacer de las armas una particular escultura, o una no menos singular pintura floral.
Love is in the air se carga de una ironía anteriormente no muy explícita en sus obras, no así en sus cuadernos de apuntes. Con ese tono irónico Pedro Ruiz agrega un ingrediente muy contemporáneo a su trabajo. Con ella asoma lo paradojal y la renuncia a verdades y absolutos. La ironía se libera de todo fundamento y finalidad, no impone, relativiza; no sanciona, sugiere; no es certera, es ambigua; sus signos no son seguros sino flotantes. La ironía sabe ser profunda porque es frágil, amiga de lo trivial. No afirma una verdad, reflexiona sonriendo, sonríe reflexionando.
El dorado desplazado
Déjate llevar hacia ese océano vivificante a través de vastos ríos,
o por arroyos llenos de encantos como los aforismos del dominio gráfico con sus múltiples ramificaciones.
Paul Klee
La serie Oro (2010) es fácilmente asociable a la leyenda de El Dorado, una construcción imaginaria pero en ningún caso disociable de referencias económicas y políticas. El descubrimiento de América no se puede entender al margen de la voluntad colonial europea. Como parte de ese dispositivo de expansión, el europeo inventó al indígena americano como el “otro”, el otro de la razón occidental, el otro sobre quien proyectar sus propios miedos y fantasmas. Así, representado en términos de sus propios estereotipos culturales, terminó por definirlo como un ser primitivo e instintivo, es decir, como lo opuesto a la imagen del hombre civilizado y racional, propio de la modernidad europea.
Esa lógica era necesaria para la empresa colonizadora. Las representaciones de sí mismo y del otro, agenciadas por instituciones, códigos de comportamiento, ideales, deseos, pedagogías, leyes, valores y creencias, eran claramente funcionales a los objetivos de conquista y dominación. Leyendas como la de El Dorado establecían nexos entre representaciones religiosas, culturales y económicas. Apoyada en el color dorado, ligado a lo espiritual, posiblemente la leyenda acercaba la búsqueda del oro a una empresa evangelizadora la cual —a su vez— engranaba con el anhelo del viaje a lo desconocido. A ese propósito también servía el desarrollo de la técnica y la ciencia, tal es el caso del barco como recurso para conquistar el mundo, y del mapa como guía y registro científico. Sin duda, el capitalismo abría otra mirada sobre la naturaleza.
Oro nos entrega otro viaje y otro mapa de estos mundos. En sencillas canoas se desplaza otro oro, el espíritu de una naturaleza fecunda. Sin prisa, el remero, una imagen recurrente en sus obras, traslada muchas imágenes alusivas a la abundancia del mundo natural americano. Es evidente, por un lado, el contraste llamativo entre la sencillez del remero, expresado en la limpieza de las formas que lo representan, y un mundo desbordado y desbordante. Por otra parte, como lo advertíamos en Love is in the air, de nuevo presenciamos la resonancia con imágenes anteriores, en particular con las denominadas naturalezas vivas, que nos entregaban esa fuerza expansiva del mundo natural sobrepasando las macetas que pretendían contenerla y domesticarla. Tanto en ellas como en estas obras se hace imposible contener y formalizar esa fuerza con nuestros esquemas.
El remero es otra figura que aparece constantemente en sus pinturas. Y lo hace siempre de manera llamativa: en ocasiones en medio de un silencio primordial, otras veces como atractor de bancos de flores o de peces que parecen racimos energéticos; en otras ocasiones como portador de mundos plenos de formas y colores. Siempre pintado con su ritmo meditacional, desplazándose serenamente y con completa entrega al instante de contemplación de la naturaleza. El remero del mundo caribeño muchas veces porta una especie de casa pequeña en su canoa, en su representación en Oro ocurre algo similar pero diferente: transporta un mundo de imágenes que terminan por convertirse en símbolo del hogar a lo largo de su desplazamiento. En su deambular por las aguas el remero conforma un mismo campo energético con el paisaje que va recorriendo, basta emprender ese recorrido para sentir que el viajero, el ritmo de la canoa, el remero y la naturaleza entonan la misma melodía.
Así, el doloroso desplazamiento forzado que experimentan muchas personas en este país se hace más esperanzador desde el recuerdo de esa naturaleza viva y vibrante. La verdadera riqueza que se transporta, el verdadero Dorado, es ese universo imaginario y simbólico.
1. Buena parte de los comentarios al mundo natural vienen enriquecidos por las lecturas de las obras de Mario Satz, casi todas ellas trabajan una lectura simbólica y metafórica del mundo natural. En particular, para este artículo se han utilizado El ábaco de las especies, Arca de roca y La cola del pavo real.
2. Satz, Mario. El ábaco de las especies. Pre-textos. Valencia. 1994. Pg 145. Paul Klee 42
Prólogo del libro "Más allá de la Aurora y de Ganges"
La India lo sabe todo de ti
JOSÉ MARÍA ESPINASA
Poeta, ensayista y crítico mexicano
Son innumerables los artistas y escritores latinoamericanos que han expresado su asombro ante la India: Octavio Paz, que se ocupó en diferentes ensayos de ella, dijo que era “la extrañeza total” en una reacción casi automática, que luego trató de explicar en poemas y ensayos diversos. Ese extrañamiento, sin embargo, es muchas veces una paradoja, como si esa confusión entre la designación de indios para nombrar a los aborígenes americanos y para hacerlo con los habitantes de esa región asiática fuera un extraño signo de una cer-canía más profunda. No hay que olvidar que el nuevo mundo “apa-reció” cuando se buscaba una ruta distinta para Las Indias y la novedad de la ruta se convirtió en el nacimiento —para occiden-te— de un continente. William Ospina ha sido siempre un poeta que tiene a flor de piel una capacidad para vivir la extrañeza, es capaz —cosa no tan frecuente— de sentir asombro.
Además, el asombro ante la India, a diferencia del que se vive con otras culturas extrañas, tiene algo de natural, no es un mundo que nos resulte inventado o ficticio sino en el que encontra-mos un sentido de lo real paralelo a nuestra realidad y entrecru-zándose con ella todo el tiempo. Ospina descubrió al escribir Auroras de sangre que el asombro está en el fundamento de nuestra existencia: sorpresa de los conquistadores ante el nuevo mun-do, sorpresa de los habitantes de esa región ante la llegada de los españoles, tanto que los creímos dioses. Nuestra epopeya se volvió una crónica de ese doble asombro o asombro de ida y vuelta. Tal vez por eso el autor de Es tarde para el hombre, inspirado libro que se pregunta sobre la crisis que hoy nos constituye como cultura a través de su trabajo sobre Juan de Castellanos y Las elegías de varones ilustres descubre una condición auroral que se vuelve a hacer presente en Más allá de la aurora y del Ganges.
Toda sorpresa es una sensación auroral, es el amanecer cuando el mundo que se ilumina nos sorprende y va tomando for-ma ante nuestros ojos. En términos fotográficos la mañana nos revela el mundo, los ojos se van abriendo conforme la luz toma posesión de las cosas y va fijando los colores. E imagino esos colores como los plasma la pintura de Pedro Ruiz ante esa extrañeza paralela, igual pero distinta a la de Ospina. Es aleccionador ver la diferencia de las reacciones ante la India de escritores como Pablo Neruda, Octavio Paz o Jorge Zalamea, y compararlas con esta nueva mirada de los dos artistas, escritura y trazo que quieren reflejar esa pregunta fruto del asombro ante una realidad que, entre asombro y extrañeza o incluso miedo, y a la que no se responde sino creativamente, con la poesía. No se trata esta vez ni de un ensayo ni de una ilustración sino de una respuesta sensible para disimular el pasmo.
Doy un rodeo: en los años setenta la escritora y cineasta francesa, nacida en Indochina, Marguerite Duras, hizo una serie de novelas y películas con el drama de la India como horizonte.
Entre ellas India Song, texto y film, obras maestras complementarias que dan otra manera del asombro. En ellas, en la India, el hombre occidental sufre una “lepra del alma” ante esa realidad que encarna la mendicante, trasunto de nuestra llorona que ruega por sus hijos. Pero tanto Ospina como Ruiz no ceden a eso que podemos llamar incomprensión esencial del europeo, gracias a que son latinoamericanos y están mejor dispuestos ante esa extrañeza. Sus trazos y sus palabras tienen algo de diario del asombro. Ospina dice: “detrás de una montaña, India aguarda”. Sí, India siempre (nos) aguarda, nos espera, sabe que vamos hacia ella, no como ir hacia un horizonte geográfico sino hacia un sentido vital. Y agrega: “Más allá de los mares, India aguarda / a cinco guerras de distancia”. ¿Las guerras son una medida espacial o temporal? El poeta parece escribir un diario y en su cuaderno de viaje la ano-tación escapa hacia el poema, el pintor pone a bailar a un elefante y vuelve el peso de ese paquidermo, sinónimo de lentitud, imagen de la gracia. Y el poema en la página las palabras que me vienen a los ojos: “nada enceguece tanto como ver demasiado”.
El reino del asombro es fruto de la paradoja: una barcaza va por el desierto empujada por un remero portador de un elefante sobre el que llueven flores o un tigre que es y no es el de Blake y el de Borges:
Vas llegando a la India poco a poco. A sus oscuras madres adolescentes que endureció temprano la pobreza implacable,
a sus hombres que orinan al pie de las acacias,
a esas sombras de árboles hechas de vagabundos,
y a ese que hace mil años vende alfombras de seda,
Tigres de lapislázuli.
Un hombre que no tiene casa, tiene caminos y el pintor le ofrece unas sandalias humildes de plástico y el poeta sus palabras dubitativas. La idea de lujo y la de riqueza se transforman. El ero-tismo encarna en la piedra que palpita tan lejos de la estatuaria de occidente (y a veces tan cerca de la prehispánica): “enséñale a la piedra el susurro, / el gemido”. Si bien en el asombro hay un rastro de incomprensión aceptado, también hay la humildad del que per-cibe la grandeza de aquello que no entiende del todo y para sentir-lo lo vuelve palabras, trazos, colores, ritmos. Si Ospina aprende en las auroras de sangre y en la saga de construcción de un paisaje, un país y una cultura Ruiz bebe en las obras de los naturalistas virrei-nales y decimonónicos —podemos acaso olvidar al sabio José Celestino Mutis— al ver el aleteo de la mariposa en la pintura in-móvil o ese árbol que tiene por follaje una nube.
Aunque lo formule como pregunta Ospina sabe que la sed surge del agua al igual que los colores surgen de los ojos, de unos ojos aptos para llorar pero también para sonreír, para aceptar al mundo y darle así la felicidad de su mirada o como quería Antonio Machado, la alegría de ser mirado. Las mariposas que se posan en los tobillos vuelven los pies de ese hombre memoria del vuelo de Mercurio y hasta podemos adivinar el aliento del helenismo oriental en ellos. El pintor y el poeta hacen en Más allá de la aurora y el Ganges, gracias a su talento para manejar el color y el verso, el trazo y el ritmo, un testigo fiel del asombro ante la India. Fiel, en su sen-tido de corresponder y no trastocar la realidad, y fiel en el de transmitir esa otredad que provoca el asombro o la extrañeza. En el libro está, claro, la mirada personal de ambos, pero está también esa otra mirada que la India como un espejo que provoca una anagnórisis.
Ellos miran a la India y la India nos mira a nosotros lectores en sus palabras y trazos. El pintor y el poeta dialogan de manera intensa: una imagen de un mendigo cubierto con un enorme paraguas azul que toma el lugar de la nuca y se vuelve rostro provoca un verso ful-gurante del poeta: “Es la lluvia que viste de fiesta a los mendigos”. ¿Qué fue primero el color o la palabra? Nosotros lectores sabemos —vivimos— su condición simultánea. Y la sintonía entre ambos ar-tistas en este libro se manifiesta en un espíritu que no es ni quejoso ni frívolo, no busca la taxonomía del antropólogo o el sociólogo pero tampoco la del que anda en busca de esoterismos para cualquier cir-cunstancia, en ambos hay un ejercicio de introspección a través del diálogo. Lector, ven y encuentra en este Más allá de la aurora y el Ganges, un más acá, un aquí pleno.