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Bajo la noche abierta va el muchacho
Omirando a Dios con sus dos ojos ciegos.
William Ospina

Llamaron a la luna la mente de lo alto
y llamaron al sol el ojo que ve todo
y llamaron al árbol el hombre que no huye y llamaron al viento la palabra sin cara.

De las cuatro cabezas del dios que lo hizo todo
una nunca es visible.

¿Quién sabrá agradecer al que abrió el primer surco, si es el que abrió la herida?

¿Quién sabrá agradecer por la boca que canta
si es la misma que grita?

¿Quién sabrá agradecer por el cuerpo que ama,
si es el mismo que duele, 
si es el mismo que muere?

Parecen muertos estos templos, están amontonados en la ladera, entre piedras ruinosas. Sólo viene un pastor a cuidarlos, con sus cabras azules. Nadie viene a rezar, ni a cantar, nadie enciende alcanfor ni incienso  ni madera de sándalo. Pero cuando los últimos pavos reales se apagan en las ramas del árbol, y cuando el sol se muere como un jabalí sobre el mar, cuando en el polvo de las calles se borran los cuernos verdes y amarillos de los bueyes rituales, la Luna baja su tambor a los templos, y las piedras recuerdan a qué vieja ciudad pertenecieron, y hay a menudo voces en idiomas que los dioses no entienden.

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